Las primeras hermandades de
penitencia, o cofradías, de que se tiene noticia empiezan a aparecer en España
a comienzos del siglo XVI, evolucionando muy probablemente a partir de cultos
franciscanos a la Vera Cruz (reliquias de la cruz de Cristo) y de cultos
ejercidos por los diferentes gremios a sus patrones. Las reglas más antiguas
conservadas en Andalucía pertenecen a la Vera Cruz de Écija (1519-1520). Estos
cultos se popularizaron, y acabaron dando lugar a procesiones completas
dedicadas al culto a la Pasión, que se llevaban a cabo en Semana Santa. En
estas primitivas procesiones, las figuras se llevaban a mano, bien por una
persona, bien entre varias con la ayuda de varas; esto se cita a veces como
causa del llamativo pequeño tamaño de los crucifijos más antiguos, como el de
la Vera Cruz de Sevilla. Parte integrante de estas primitivas procesiones era
una figura ya desaparecida: la del disciplinante.
Se conocía como disciplinantes o hermanos de sangre a los hermanos de una cofradía que realizaban
penitencia mediante la flagelación, siendo su contraparte los hermanos de luz, que los alumbraban, a
ellos y a las imágenes, con hachones y que son la raíz de los nazarenos de hoy en día. Era la de la
flagelación una práctica que se introduce en las comunidades religiosas
españolas alrededor del siglo XI (Agustín de Herrera, en el año 1645, cita como
su origen las predicaciones del obispo Gregorio de Ostia sobre el año 1100,
enviado a España por el Papa), como forma de penitencia y para pedir la
intervención divina en determinados asuntos; por ejemplo, es común encontrar
flagelantes en las suplicaciones por el fin de la Peste Negra, y Cervantes, en
El Quijote, los incluye en una procesión de súplica para pedir la lluvia. Las
Siete Partidas de Alfonso X (siglo XIII) contemplan también la flagelación
monástica como forma de castigo a los monjes que cometieran alguna falta: “Fallando los abades o los priores que sus
monges hayan fechos algunos yerros, maguer sean pequeños, puédenles castigar
dándoles deceplinas, segunt mandan sus reglas, con correas o con pértigas,
quier hayan orden sagrada o non…, et esto deben facer por si mesmos o mandar a
algunos de su orden que lo fagan”. Sin embargo, no es hasta el siglo XV,
con los sermones de San Vicente Ferrer, quien predica el castigo corporal como
forma de acercamiento al sufrimiento de Cristo, que la flagelación empieza a
popularizarse también entre la población laica. En este contexto surgen las
primeras cofradías.
Originariamente, los hermanos de luz acompañan a la imagen
vistiendo túnica (blanca o negra) ceñida a la cintura, capirote alto y antifaz.
Los hermanos de sangre llevan la
espalda descubierta, bien por llevar ceñida sólo la parte inferior de la túnica,
bien por llevar una abertura en la parte trasera. Durante la penitencia, los
disciplinantes se golpean con un látigo de una o varias cuerdas con nudos y
terminadas en abrojos, que son
pequeñas piezas de metal con pinchos que recuerdan a esta planta; estas piezas,
bastante dolorosas, se acabarían sustituyendo por bolas de cera o pez con
vidrio machacado dentro. Existen otras variedades de disciplinantes: algunos
llevan grilletes o van encadenados, otros son empalados (hacen la estación
amarrados a troncos de árbol con cuerdas que se clavan en la piel). Según las
crónicas de la época, frecuentemente acompañaba la penitencia el sonido de una
trompeta o corneta que marcaba el ritmo de la marcha.
Sin embargo, esta penitencia sangrienta degenerará pronto en espectáculo de
masas. Los disciplinantes acabarán yendo a rostro descubierto, y la penitencia
servirá como una forma de competición y exhibición de hombría donde la
admiración del público, y sobre todo de las mujeres, es parte integrante del
espectáculo. La condesa d’Alcoy describiría, en un viaje a Sevilla, cómo los
jóvenes disciplinantes “volteaban de tal
modo el brazo y asestaban el golpe con tal habilidad, que salpicaban unas gotas
de sangre sobre el vestido de la muchacha, lo que era tomado como una máxima
muestra de la galantería, de la que ellas podían presumir”. En 1604, el cardenal Niño de Guevara intentaría frenar este declive obligando, por ejemplo,
a que la penitencia se realice a rostro oculto y sin poder llevar señales que
los identifiquen; más curiosamente, se prohíbe que los penitentes vayan con
falda corta, ya que algunos utilizan el atuendo para exhibir los genitales ante
las mujeres. A éstas se les prohíbe realizar penitencia en público, por las
mismas razones. Se prohíbe que el atuendo pueda esconder acolchados u otras
piezas que disminuyan el castigo, el uso de sangre falsa, y el alquiler de
penitentes pagados por parte de las hermandades o por personas pudientes que
los contratan para hacer penitencia en su lugar. Todas estas medidas dan idea
del nivel que ha alcanzado la práctica, pero, a su vez, su popularidad es tal
que serán insuficientes para frenarla.
Finalmente, ya en tiempos de
Carlos III (1777), una Real Orden dispondrá que las chancillerías y audiencias
del Reino “no permitan disciplinantes,
empalados, ni otros espectáculos semejantes, que no sirven de edificación y
pueden servir a la indevoción y al desorden, en las procesiones de Semana
Santa, Cruz de Mayo, rogativas ni en otras algunas; debiendo los que tienen
verdadero espíritu de compunción y penitencia elegir otras más racionales,
secretas y menos expuestas, con el consejo y dirección de sus confesores”.
No bastaría esta primera orden; en 1799 se añadiría, según Julio Puyol, “pena de diez años de presidio y 500 ducados
de multa a los nobles, y doscientos azotes y dos años de presidio a los
plebeyos” que participasen en dichas procesiones, añadiendo también el
historiador que fue necesario reiterar el mismo bando en 1802. Tras esta fecha, la tradición acaba finalmente
eliminándose, aunque de forma muy paulatina: Goya aún vería con ojo muy crítico
las procesiones, que considera una manifestación más de la irracionalidad de
sus contemporáneos, en su cuadro “Procesión de disciplinantes” pintado entre 1814
y 1816.
Para seguir leyendo:
Plática
de Disciplinantes (Julio Puyol,
Boletín de la Real Academia de la
Historia, tomo 91 (1927), pp. 225-258 – texto íntegro disponible)
Cristo andando por Sevilla, José
María de Mena, editorial Plaza y Janés, 1ª ed., Barcelona, 1992.